Mi nombre es Robert. Cinco meses después de la muerte de mi esposa, tomé la decisión de vender su coche.
Había estado allí, estacionado en la entrada desde el día en que murió, intacto. Pensé que ya era hora de dejarlo ir. Pero lo que se suponía sería un simple paso hacia adelante terminó convirtiéndose en algo que nunca hubiera esperado.
Mientras preparaba el coche para venderlo, encontré algo que me sacudió profundamente. Me hizo empezar a cuestionar todo lo que alguna vez creí que era verdad. Sobre ella.
Sobre nosotros. Sobre toda nuestra vida juntos. Después de la muerte de Nancy, todo en mi vida perdió su forma.
No sé cómo explicarlo de otra manera. Las cosas que solían importar dejaron de sentirse importantes. Los días comenzaron a mezclarse.
Las noches se volvían más largas, más pesadas. Me despertaba por la mañana, miraba el techo durante quién sabe cuánto tiempo, y luego me obligaba a levantarme. Porque tenía un trabajo al que presentarme y cuentas que pagar.
Así que me arrastraba fuera de la cama, seguía la rutina: afeitarme, ducharme, vestirme. Pero la verdad es que no estaba realmente allí. Mi cuerpo estaba presente, pero mi mente no.
Incluso cuando llegaba a la oficina, sentarme detrás de ese escritorio se sentía como un castigo. Miraba la pantalla y apenas procesaba las palabras. Estaba desconectado de todo.
El duelo hace eso. A veces me quedaba atrapado en un recuerdo de la última semana antes de que muriera. Su muerte no fue repentina, pero eso no la hizo más fácil.
Nancy tenía cáncer de mama. Ni siquiera lo sabíamos hasta que ya era demasiado tarde. Cuando los médicos lo encontraron, el cáncer ya se había extendido desde su seno hasta los pulmones.
Se había propagado en silencio, y cuando aparecieron los síntomas —tos constante, dolores en el pecho— ya estaba en etapa cuatro. Los médicos nos dijeron que el tratamiento no la iba a curar, pero que podían intentar darle un poco más de tiempo, y aceptamos lo que pudimos. Le dieron medicación.
Ella la tomaba sin quejarse. Sonreía la mayoría de los días, pero yo podía ver cómo el dolor la consumía. Algunos días ni siquiera podía levantarse de la cama.
Sabía que mis prioridades tenían que cambiar. Reduje el trabajo de inmediato. Nada parecía más importante que estar a su lado.
Cada segundo que no estaba en el trabajo, lo pasaba con ella. La llevaba a cada cita. Trataba de mantenerme fuerte por ella, incluso cuando sentía que me derrumbaba por dentro.
Pasamos casi un año entrando y saliendo de hospitales. Cada vez que íbamos a un chequeo, contenía la respiración, esperando aunque fuera la señal más pequeña de que las cosas estaban mejorando. Pero, en el fondo, sabía que solo era un pensamiento ilusorio…
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