Cuando el millonario dijo que necesitaba traducir un texto, un niño humilde que vendía dulces en la calle se acercó y afirmó, “Si me paga $,000, yo lo traduzco.” Los hombres rieron, pero en pocos segundos el silencio los envolvió. Lo que aquel niño hizo fue simplemente impresionante. Era mediodía en la ciudad de México y el calor comenzaba a sentirse pesado.
En el piso 20 de un edificio de oficinas en Polanco, una sala con ventanales enormes estaba llena de empresarios vestidos de traje, con botellas de agua cara sobre la mesa y carpetas llenas de papeles. En medio de esa reunión, Ricardo Zúñega, un hombre de 45 años, de mirada dura y voz firme, cerró su computadora portátil con fuerza.
Su maletín estaba lleno de documentos impresos que venían directo de sus oficinas en Nueva York. Nadie en esa sala entendía bien lo que decían. Él tampoco. Aunque tenía buen oído para el inglés, no confiaba en su interpretación cuando se trataba de contratos millonarios. se levantó de la silla, les dijo a todos que necesitaba aire y salió sin mirar atrás, acompañado de dos socios que siempre lo seguían como si fueran su sombra, Arturo y Julián.
Ya en la calle, mientras caminaban por una avenida llena de tráfico y puestos ambulantes, los tres iban hablando de negocios, de inversiones, de las nuevas oficinas que abrirían en Guadalajara. Pero Ricardo parecía distraído. Apretaba el maletín con la mano derecha, como si le pesara más de lo normal.
Al pasar frente a un local cerrado, se detuvo unos segundos y miró hacia dentro como si buscara algo. Arturo le preguntó si quería entrar a una cafetería, pero Ricardo negó con la cabeza. Entonces, casi como si estuviera hablando para sí mismo, dijo con voz tranquila, “Todavía necesito mandar traducir estos papeles.
” Los otros dos soltaron una carcajada corta y Arturo respondió bromeando, “Pues a ver si encuentras a alguien que entienda legal en inglés y no cobre como abogado americano.” Fue en ese momento que un niño, que estaba sentado en la banqueta vendiendo dulces se levantó con cuidado.
Tenía una cajita de madera colgada al cuello llena de caramelos, mazapanes y chicles. Su ropa estaba limpia, pero gastada. La gorra que usaba tenía el logo de un equipo de béisbol deslavado y los tenis se veían viejos. El niño tenía 12 años y unos ojos negros que brillaban con una seguridad que no combinaba con su apariencia.
Caminó despacio hacia los tres hombres y se detuvo a menos de un metro de ellos. Ricardo fue el primero en notarlo. Lo miró de arriba a abajo, sin entender por qué se acercaba sin decir nada. Entonces el niño habló. Si quiere, yo puedo traducir esos documentos por $,000. Los tres hombres se miraron y soltaron una carcajada.
Julián hasta se dobló un poco del ataque de risa. Ricardo sonríó, pero con una ceja levantada, como quien se encuentra con algo raro que no sabe si tomar en serio o no, volvió a mirar al niño y, en lugar de decirle que se fuera, le preguntó su nombre. Me llamo Emiliano. Ricardo cruzó los brazos, pensó un momento y luego respondió con voz baja pero clara. Está bien, chico.
Si logras traducirlos, el dinero es tuyo. Emiliano no dijo nada más, solo extendió las manos y pidió ver los papeles. Ricardo, entre curioso y divertido, abrió el maletín, sacó una carpeta gruesa llena de hojas impresas y se las entregó. El niño caminó hacia un banco de cemento que estaba unos metros más allá. Se sentó con las piernas colgando y comenzó a leer en voz alta.
Lo primero que notaron los tres hombres fue que no leía palabra por palabra, sino que entendía las frases completas, las traducía al español con naturalidad, como si llevara años haciendo eso. Emiliano explicaba lo que decían las cláusulas, los plazos, los compromisos legales con una precisión que dejó a los empresarios sin palabras.
Ricardo dejó de sonreír. Arturo y Julián se quedaron callados sin hacer bromas. Pasaron casi 15 minutos así. Nadie interrumpía, solo se escuchaba la voz de Emiliano y el sonido del tráfico. Cuando terminó con las primeras 10 páginas, Ricardo se acercó. Le quitó los documentos de las manos con cuidado, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.
¿Dónde aprendiste inglés, Emiliano? El niño encogió los hombros. Una vecina me enseñó. Vivió en Estados Unidos muchos años. Yo la ayudaba a cargar las bolsas del mercado y ella me daba libros, películas, cosas así. Aprendí escuchando, leyendo, copiando. Ricardo lo miró largo rato sin decir nada. Después metió la mano al bolsillo interno de su saco, sacó un fajo de billetes, contó $,000 en efectivo y se los puso en la mano.
Emiliano abrió los ojos sorprendido. Sus dedos temblaban mientras los agarraba. De verdad. Claro que sí. Cumpliste con tu parte. Ahora vete a casa con tu mamá y cuéntale que hiciste un buen trabajo. Emiliano asintió sin moverse. Solo después de unos segundos reaccionó, se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la esquina con pasos lentos.
Ricardo lo siguió con la mirada hasta que desapareció entre la gente. Arturo rompió el silencio. ¿Y ahora qué? ¿Te vas a volver patrocinador de niños, genio? Ricardo sonrió apenas. No lo sé, pero ese niño no es común. No es solo que sepa inglés. entendió cada palabra, lo explicó mejor que muchos de mis empleados. Julián intervino todavía con la voz incrédula. Y si fue suerte, ¿y si solo memorizó lo que alguien más le dijo? Ricardo negó con la cabeza.
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