
Después de las palabras de Isabel, en la habitación cayó un silencio denso. Javier, acostumbrado a sentirse siempre el dueño absoluto de la casa, jamás se habría imaginado que alguien se atreviera a desafiarlo de manera tan directa. Intentó recuperar la seguridad y gruñó:
— «Esta es mi casa y aquí se hace lo que yo digo.»
Isabel lo miró con calma, pero con una firmeza en los ojos que lo dejó sin aire.
— «No, Javier. Esta también es la casa de mi hija. Y si tú no eres capaz de cuidarla ahora, cuando más lo necesita, lo haré yo. Y si no te parece bien, nos iremos de aquí las dos.»
Sofía, tendida en la cama, sentía sus manos temblar. Nunca se había atrevido a imaginar que su madre pudiera plantarle cara a Javier con tanta valentía. Pero la reacción de él fue inmediata:
— «¿Te atreves a amenazarme, mujer? ¡Yo soy el hombre de esta casa!»
Isabel dio un paso al frente.
— «Ser hombre no significa gritar a una mujer enferma y obligarla a quitarse las vendas solo porque tú y tu familia queréis la cena lista. Ser hombre significa ser apoyo, no carga. Y si no lo entiendes, te quedarás solo.»
Por primera vez, Javier pareció inseguro. Fue entonces cuando Sofía, con un hilo de voz, murmuró:
— «Mamá… yo ya no puedo más.»
Sus palabras cayeron como una sentencia. Isabel le apretó la mano con fuerza y añadió:
— «Mi hija necesita paz y cuidados, no humillaciones. Desde hoy me quedaré aquí con ella. Y si vuelves a levantar la voz, iré a la policía. Existen leyes que protegen a las mujeres, incluso de sus propios maridos.»
Javier apretó los labios. Sabía que Isabel no bromeaba. Salió de la habitación con un gesto de falsa autoridad, pero sus pasos revelaban nerviosismo.
En los días siguientes, la presencia de Isabel lo cambió todo. Era ella quien cocinaba, quien ponía orden, pero sobre todo quien devolvía esperanza a Sofía. Le contaba historias, la hacía reír y repetía una y otra vez:
— «No estás sola. Y no eres débil. Has sobrevivido a momentos peores y superarás también este.»
Javier, sintiendo que su poder se derrumbaba, intentó varias veces imponer sus antiguas costumbres, pero siempre lo detenía la mirada firme de su suegra.
Muy pronto, hasta los vecinos de Granada notaron la diferencia.
Los rumores decían que Javier ya no era “el amo de la casa”, sino un hombre que había perdido su poder frente a la verdad.
Y Sofía, al mirar a su madre, sintió cómo en su corazón nacía una chispa de valentía. Por primera vez en mucho tiempo sabía que tenía una elección: seguir prisionera de un matrimonio tóxico o recuperar su libertad.
Y en lo más profundo de su alma, la respuesta empezaba a tomar forma.
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