La última advertencia
El último deseo de Judit Tóth, de 43 años, era ver por última vez a su fiel compañera: su perra pastora alemana. La operación para extirparle el tumor se llevaría a cabo esa misma noche, y Judit sabía que tal vez no saldría con vida.
Los médicos accedieron, y Gréta fue llevada a la habitación del hospital. Pero cuando el cirujano entró por la puerta, ocurrió lo impensable: la perra se lanzó sobre él con un gruñido feroz.
Todos quedaron paralizados cuando comprendieron el motivo de ese comportamiento. Lo que ocurrió después cambiaría para siempre la manera en que entendemos la medicina… y la ciencia.
— Doctora, la masa ha superado el límite crítico —dijo con firmeza el doctor Fekete—. No podemos esperar más. La cirugía debe realizarse de inmediato.
Judit asintió en silencio. Su rostro estaba agotado, hundido por los tratamientos y el miedo. No tenía a nadie más en el mundo, salvo a Gréta. Durante diez años, la perra lo había sido todo: familia, amiga, confidente… su otra mitad.
— Por favor… —murmuró con voz temblorosa— déjenme verla. Tal vez sea la última vez…
Las enfermeras se miraron entre sí, dudosas. El doctor Fekete pensó unos segundos y luego asintió con un leve gesto.
— Diez minutos. Ni uno más.
Gréta esperaba fuera del pabellón. Al entrar, se detuvo un instante: luces cegadoras, olores desconocidos… pero entonces captó el aroma de Judit. Enseguida corrió hacia ella y apoyó el hocico en sus piernas.
— Hola, pequeña… —susurró Judit entre lágrimas, acariciando su pelaje—. Perdóname… por dejarte ahora… Te quiero tanto…
Gréta gimió suavemente y se acurrucó junto a ella, como si quisiera protegerla. Pero de pronto, su cuerpo se tensó por completo.
Un gruñido grave le brotó del pecho. Judit se incorporó un poco, desconcertada.
— ¿Gréta? ¿Qué pasa?
En ese momento, dos médicos entraron empujando una camilla. Y Gréta explotó.
— ¡GRÉTA! —gritó Judit— ¡No! ¡Tranquila! ¡No pasa nada!
Pero la perra no obedecía. Se colocó entre Judit y la camilla, enseñando los dientes, en actitud defensiva. Cuando el doctor Fekete intentó acercarse, Gréta se le abalanzó encima y lo mordió en el brazo.
El caos se desató.
— ¡Saquen a ese animal de aquí! —gritó una enfermera.
El médico retrocedió mientras la sangre empapaba su bata blanca. Gréta no se movía. Firme, decidida. Aquello no era locura. Era una advertencia.
— Detengan todo —susurró Judit—. Algo no está bien.
— ¡Señora, así pone en riesgo su vida! —protestó un joven médico.
— Pero yo lo siento. Y Gréta lo sabe. Nunca ha atacado a nadie. Y ahora me mira… como lo hace antes de que estalle una tormenta.
Un silencio denso cayó sobre la sala. La operación fue suspendida. En todo el pabellón flotaba una tensión invisible. Los médicos susurraban entre ellos, evitando la mirada de Judit. Gréta se había acurrucado tranquila a su lado.
— Quiero nuevos exámenes —dijo Judit al fin—. Me siento mal, pero algo ha cambiado. Y Gréta… nunca se equivoca.
El doctor Fekete, con el brazo vendado, resopló, molesto.
— ¡Esto es una locura! ¡Ese tumor es agresivo y está creciendo! ¡No podemos perder tiempo!
— ¿Y si ya no está? —susurró Judit—. Por favor… solo una prueba más.
En ese momento entró el director del hospital, el doctor Zoltán Dér, un hombre corpulento de unos cincuenta años.
— ¿Qué está pasando aquí?
El doctor Fekete le explicó todo. Zoltán observó detenidamente a Judit y luego asintió.
— Muy bien. Hagamos otra resonancia. Pero si no hay cambios, operamos de inmediato. Con una condición: el perro entra con ella. Al parecer, sin él no hay cirugía posible.
Judit asintió despacio. Gréta le apoyó una pata en la mano, como diciendo: “Estoy contigo”.
La resonancia duró horas. Judit fue introducida en el tubo del escáner, sin moverse. Gréta esperó afuera, echada frente a la puerta, mirando hacia dentro sin apartar la vista.
Al final, tres médicos revisaron las imágenes. El centro de diagnóstico quedó sumido en un silencio irreal.
— Es imposible —murmuró uno de los radiólogos—. No hay nada. Ninguna masa. Ningún rastro.
— Tráiganme los exámenes anteriores —ordenó el doctor Dér.
Aparecieron en la pantalla. Allí, dos semanas antes, se veía con claridad: un tumor de cinco centímetros. Era innegable.
— ¿Y ahora? —preguntó el joven médico—. ¿Nada? ¿Es… un milagro?
El doctor Dér se sentó lentamente. — O algo más…
Esa misma tarde llamaron a Judit.
— En primer lugar —dijo el director— puedo decirle oficialmente que está curada. El tumor ha desaparecido. Como si nunca hubiera estado allí. No tenemos una explicación médica.
Judit sonrió. Gréta se sentó derecha a su lado, mirando a los médicos con serenidad.
— Yo sí sé lo que pasó —dijo con ternura—. Fue ella quien me salvó. Mi perra. Me advirtió.
— Normalmente no creo en estas cosas —murmuró el doctor Fekete—, pero… lo que vi hoy me hace dudar.
— Los límites de la ciencia no siempre están donde creemos —dijo el doctor Dér en voz baja—. Hay verdades que solo el corazón puede comprender.
Esa noche Judit fue dada de alta. Ya no hacían falta tratamientos. Solo un control dentro de seis meses. Pero ella sabía que algo había cambiado. Para siempre.
A la mañana siguiente, bebía su té caliente en la terraza. El sol acariciaba su rostro. Gréta yacía a sus pies, con la cabeza sobre sus piernas.
— ¿Cómo lo supiste, mi niña? —susurró, acariciándole la oreja—. ¿Cómo sabías que algo no estaba bien?
Gréta suspiró profundamente y la miró. En esa mirada había más de lo que cualquier ser humano podría decir jamás. Había certeza. Había respuesta. Había un lazo eterno.
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