Francisca Lachapel, la vibrante estrella de Despierta América, estaba a pocos días de dar la bienvenida a su tercer hijo, Raffaella. Con su embarazo en su etapa final, la dominicana rebosaba de ilusión, pero una duda la inquietaba. Su esposo, Francesco Zampogna, siempre tan atento, había estado actuando de forma esquiva: salidas rápidas de casa, murmullos al teléfono y una sonrisa que parecía guardar un enigma.

Una tarde soleada en Miami, mientras descansaba, Francisca no pudo contener su curiosidad. «Francesco está tramando algo», pensó, recordando cómo él insistía en que se relajara en casa. Con su característica chispa y a pesar de su avanzado embarazo, decidió seguirlo. Con la complicidad de su madre, doña Divina, que la miró con una mezcla de diversión y nervios, Francisca tomó su coche y siguió el rastro del auto de Francesco hasta un taller de arte en el centro de la ciudad.

Con cautela, se acercó a una ventana y lo que vio la dejó sin aliento: Francesco, con las manos manchadas de pintura, trabajaba en un enorme cuadro lleno de vida. A su alrededor había fotos de sus hijos, Gennaro y Franco, y de ella misma, sonriendo en momentos inolvidables. El lienzo era un tributo a su amor: desde su pedida de mano en Dubái hasta los días más dulces con su familia. Era un regalo sorpresa para celebrar la llegada de Raffaella.Con los ojos llenos de lágrimas, Francisca no pudo evitar entrar. Francesco, al verla, soltó una risa cariñosa.

«¡No podías esperar, mi amor!», dijo mientras la abrazaba con suavidad. «Quería sorprenderte en el hospital con esto, nuestro amor en colores». Francisca, emocionada, respondió: «Francesco, esto es más que un regalo, ¡es nuestro legado!».Esa noche, mientras descansaban en casa, Francisca sintió que, aunque estaba a punto de dar a luz, el verdadero milagro ya estaba frente a ella: un esposo que convertía su amor en arte y una familia que crecía con cada sorpresa.