En un estudio lleno de luces y cámaras, Lucero y Manuel Mijares se reencontraron frente al público del programa Juego de Voces. La música comenzó a sonar, una melodía vibrante que invitaba al movimiento. Lucero, con esa chispa que siempre la caracterizó, dio un paso al frente y empezó a bailar con una energía que iluminó el escenario. Sus movimientos eran libres, llenos de vida, como si el tiempo no hubiera pasado desde aquellos días en que cantaban juntos en los escenarios más grandes de México.

Manuel, sentado en su silla de juez, no pudo evitar que sus ojos se llenaran de asombro y ternura. Cada giro de Lucero era un recordatorio de los años compartidos, de las noches de risas y canciones. Mientras ella bailaba, Manuel sintió que el mundo se detenía. No era solo la destreza de sus pasos, sino la forma en que ella seguía siendo su musa, su compañera de vida. Recordó la primera vez que la vio bailar, en un pequeño evento benéfico, cuando apenas comenzaban su historia de amor.

Aquella noche, bajo las estrellas, prometieron que siempre encontrarían la manera de sorprenderse mutuamente. Y ahí estaba ella, años después, haciéndolo sonreír como si fuera la primera vez. El público aplaudió, pero para Manuel, el aplauso era solo un eco lejano. Se levantó, olvidando las cámaras, y se acercó a ella. Tomó su mano con suavidad y, sin decir una palabra, la hizo girar una vez más, como en los viejos tiempos. Lucero rió, su risa llenando el corazón de Manuel.

En ese momento, no eran solo Lucero y Mijares, los íconos de la música; eran dos almas que, a pesar del paso del tiempo, seguían conectadas por un amor que no necesitaba palabras.Cuando el programa terminó, se escaparon juntos a un rincón del estudio. Bajo la tenue luz de un foco olvidado, Manuel susurró: «Sigues siendo mi mejor sorpresa». Lucero, con los ojos brillantes, respondió: «Y tú, mi mejor canción». Esa noche, mientras la ciudad dormía, ellos bailaron en silencio, sabiendo que su amor era el ritmo que nunca se detendría.