“¡¡¡DEVUÉLVANME A MI HERMANITA!!!” —el grito desgarrador de un niño resonó en el patio de una escuela primaria en un pequeño pueblo de Jalisco, haciendo que alumnos y maestros que salían de clases al final de la tarde quedaran petrificados.

El niño, de unos nueve años, delgado, con los ojos hinchados de tanto llorar, señalaba con el dedo hacia un viejo árbol de flamboyán en la esquina del patio. Al principio, pensaron que estaba jugando o que alguien lo había asustado. Pero el niño seguía gritando entre sollozos y temblores:
—“¡Allí… mi hermanita está allí… devuélvanmela!”

El ambiente se tornó extraño y pesado. Algunos padres que ya se marchaban se detuvieron, curiosos. La maestra intentó abrazar al niño, pero cuanto más lo consolaba, más fuerte lloraba. El director también salió, pero no logró calmarlo.

Un padre de familia, que era policía de la zona, frunció el ceño y dijo con seriedad:
—“Vamos a cavar un poco. Si no hay nada, al menos el niño quedará tranquilo.”

Nadie esperaba que aquella sugerencia revelara un secreto enterrado por años. Los guardias escolares trajeron palas y comenzaron a remover la tierra bajo el flamboyán. Los alumnos murmuraban nerviosos; los adultos miraban con incredulidad.

Tras unas pocas paladas, la tierra húmeda desprendió un olor extraño. De pronto, apareció un trozo de tela rosada. El silencio se apoderó del lugar. El policía ordenó retroceder y continuó cavando.

La tela resultó ser un vestido infantil desgastado. Y debajo… surgió algo que dejó a todos helados: un pequeño esqueleto, casi intacto, del tamaño de un recién nacido.

El silencio fue sepulcral. Algunos padres abrazaron a sus hijos llorando. El niño se desplomó en el suelo, gritando con desesperación:
—“¡Lo ven! ¡Es mi hermanita… se los dije!”

El policía llamó de inmediato a la fiscalía. El director estaba pálido, los maestros temblaban. El patio escolar, que minutos antes bullía de vida, se volvió lúgubre.

La gran pregunta resonaba en todos: ¿Cómo sabía el niño que allí había un cuerpo? ¿Y de verdad era “su hermanita”?

La policía acordonó el lugar. El niño, de nombre Diego, fue llevado con su madre, María, para declarar. Ella era una mujer de unos treinta y tantos, rostro noble pero visiblemente aterrada.

Al principio, todos pensaban que Diego había inventado la historia. Pero cuando relató lo sucedido, a todos se les erizó la piel.

Diego contó que desde hacía meses soñaba con una niña vestida de rosa que lloraba bajo el flamboyán de la escuela. Esa niña lo llamaba “hermano” y le suplicaba:
—“Sácame de aquí… hace frío… está muy oscuro…”

Al principio creyó que era solo un sueño. Pero se repitió tantas veces que comenzó a asustarse. Esa mañana, al ver el árbol, sintió un mareo y escuchó el llanto en su cabeza. Corrió al patio y empezó a gritar sin control.

Su declaración parecía increíble, pero coincidía demasiado con lo hallado.

Entonces, la madre, María, rompió en llanto y confesó un secreto que había guardado por más de diez años: siendo muy joven, había quedado embarazada de un hombre que no se hizo responsable. Su familia, por vergüenza, la obligó a ocultarlo. A los siete meses de embarazo, dio a luz de manera prematura a una niña que murió a las pocas horas.

En medio de la desesperación, un pariente la llevó al terreno donde se construía la escuela —aún no inaugurada— y allí enterraron al bebé bajo aquel flamboyán, con la esperanza de que nadie supiera jamás. Después, María se fue del pueblo. Años más tarde volvió, casada, y tuvo a Diego. Nunca contó a nadie lo que había pasado, ni siquiera a su esposo.

Los agentes quedaron impactados. Todo encajaba: la visión del niño, el hallazgo, la confesión de la madre.

La noticia se regó por todo el pueblo. La gente se agolpaba en la escuela, horrorizada pero también conmovida. Algunos decían que Diego tenía un “don especial”, otros que el inconsciente transmitía recuerdos de la madre. Nadie podía explicar cómo había señalado el lugar exacto.

María, destrozada, pidió perdón a sus ancestros y organizó, con ayuda de las autoridades, un pequeño funeral digno para la bebé. El ataúd diminuto, rodeado de flores blancas, fue acompañado por maestros, padres y alumnos. Diego permaneció a su lado, apretando la mano de su madre en silencio.

Ese día, nadie habló de fantasmas o ciencia. Todos vieron a una familia enfrentando un dolor que había estado enterrado en secreto durante más de una década.

Después del funeral, el ambiente en la escuela volvió poco a poco a la normalidad. El flamboyán seguía allí, pero ahora era un símbolo: recordaba a todos que los errores y las culpas, por más que se intenten enterrar, tarde o temprano salen a la luz.

Diego, el niño que lloraba pidiendo a su hermana, también cambió. De vez en cuando soñaba con ella, pero ya no la veía llorar. Ahora solo sonreía y se alejaba tranquila, como si por fin hubiera encontrado la paz.

Y así, la gente decía: “La hermanita de Diego finalmente fue devuelta, no solo a él… sino a toda una familia que necesitaba enfrentar la verdad.”