Sonia creció en un pequeño pueblo. Su familia —su padre, Iván; su madre, María; y su hermano menor, Alexéi— vivía en una lucha constante por sobrevivir.
Iván, con las manos endurecidas por el trabajo, reparaba los cobertizos de los vecinos o ayudaba en las granjas cuando lo necesitaban. María cosía de noche, encorvada sobre una vieja máquina de coser bajo la tenue luz de una lámpara. Pero apenas había dinero para pan, papas y un poco de carne en las festividades.
Sonia, la mayor, conocía desde muy joven lo que era el hambre. Tenía dieciséis años cuando, por primera vez, rechazó la cena fingiendo que no tenía hambre, solo para que Alexéi, delgado y siempre con frío, pudiera terminar su porción. Por las noches se sentaba junto a la ventana, mirando las siluetas oscuras de los árboles y soñando con el día en que su familia dejara de contar monedas.
El trabajo en el pueblo escaseaba; los jóvenes se iban a la ciudad y quienes se quedaban se aferraban a cualquier oportunidad para alimentarse. Sonia y Alexéi también intentaron buscar algo, pero sus esfuerzos se vieron frustrados por la indiferencia del mundo. Iván repetía con frecuencia: “Saldremos adelante, lo importante es mantenernos unidos.”
Pero Sonia veía cómo la espalda de su padre se encorvaba más cada año, y cómo la mirada de su madre se volvía más cansada. Sabía que si nada cambiaba, su vida seguiría siendo un ciclo interminable de pobreza. A pesar de la miseria, Iván y María creían en el poder del conocimiento.
“Estudien, hijos,” les decían, “ese es su boleto hacia otra vida.”
Sonia se aferró a esas palabras como a un salvavidas. Fue una estudiante aplicada, y su esfuerzo dio frutos.
La escuela le ayudó a obtener una plaza gratuita en la universidad y una beca. Cuando se fue a la ciudad, Sonia sintió por primera vez que tenía una oportunidad real. La universidad se convirtió en un mundo nuevo para ella: clases, libros, pasillos llenos de ruido y vida.
Estudió Economía, soñando con algún día abrir su propio negocio y sacar a su familia de las deudas. Pero la realidad resultó ser cruel. Al graduarse, todos los buenos empleos en la ciudad ya estaban ocupados; los contactos y el dinero importaban más que un título.
Sonia volvió a casa con una maleta llena de ropa… y el corazón lleno de esperanzas rotas. Consiguió un empleo como cajera en una tienda…
Trabajaba turnos largos por un salario miserable. Cada noche volvía a casa con los pies hinchados y la mente llena de cuentas por pagar. Alexéi, ahora de 17 años, soñaba con estudiar ingeniería, pero Sonia sabía que no podían pagarle ni siquiera los libros.
Fue en uno de esos días, mientras Sonia colocaba productos en el estante de la tienda, cuando escuchó por casualidad una conversación entre dos clientas.
—Don Fernando busca esposa —dijo una—. Ya sabes, ese viejo millonario que tiene tierras, ganado, y quién sabe cuántas casas en la ciudad.
—¿Otra vez? —respondió la otra con burla—. ¡Pero si ya ha tenido tres! Todas jóvenes, hermosas… y todas se fueron.
—Sí, pero esta vez ofrece una dote grande. Dice que si la chica lo cuida y no lo abandona, la dejará en su testamento.
Sonia no dijo nada, pero esas palabras quedaron grabadas en su cabeza.
Esa noche, mientras Alexéi estudiaba bajo la luz de una vela y sus padres intentaban dormir sin cenar, Sonia tomó una decisión que le partiría el alma: sacrificarse a sí misma para salvarlos.
Al día siguiente, Sonia fue a casa de Don Fernando. Tenía 62 años, barba perfectamente recortada y manos suaves como el terciopelo. La miró con una sonrisa cansada.
—¿Tú quieres casarte conmigo? —le preguntó, con voz ronca.
Sonia tragó saliva y asintió.
—Sí. Pero quiero algo a cambio.
Don Fernando no se sorprendió.
—¿Dinero?
—Quiero que pague los estudios de mi hermano. Que les dé una casa a mis padres. Y que les asegure una vida tranquila si algún día yo no estoy.
Él se levantó lentamente y le extendió la mano.
—Hecho.
El día de la boda, Sonia vestía de blanco, pero su rostro estaba lleno de sombras. Nadie en el pueblo se atrevía a decirlo, pero todos lo sabían: no era una boda por amor, sino por necesidad.
En el altar, Sonia no podía contener las lágrimas. No eran de felicidad.
Don Fernando la miró con indiferencia. Para él, era solo otra transacción.
Después del banquete y las felicitaciones fingidas, llegaron a la enorme casa en las afueras del pueblo. Todo estaba impecable: mármol en los pisos, cuadros antiguos, muebles de roble.
Sonia se sentó en la cama de la habitación matrimonial, con el corazón acelerado por el miedo. Don Fernando entró al baño.
Los minutos pasaban.
Y cuando salió…
Sonia casi se desmaya.
Delante de ella no estaba el anciano débil que todos conocían.
Sino un hombre joven, de unos treinta y tantos, con el cabello peinado hacia atrás y sin una sola arruga en la cara.
Él la miró con una sonrisa traviesa.
—¿Sorprendida?
Sonia no podía hablar. Solo miraba, temblando.
—¿Quién… quién eres?
El hombre se acercó y se sentó frente a ella.
—Soy Fernando. El verdadero. El anciano que conociste es mi padre. Solo fue una prueba.
Sonia se llevó la mano a la boca. No podía creerlo.
—¿Una prueba?
—Sí —dijo él—. He estado buscando a alguien que valore más a su familia que a sí misma. Que sepa lo que es luchar. Que tenga corazón. Y tú… tú lo tienes todo.
Sonia sintió cómo las lágrimas le corrían por las mejillas, esta vez de pura confusión.
—Entonces… ¿esto no es una trampa?
Fernando negó con la cabeza.
—Esto es un nuevo comienzo. El trato sigue en pie. Tu familia tendrá todo lo que necesita. Y tú… tendrás la vida que mereces, si quieres quedarte.
Ella lo miró en silencio. Su corazón, tan endurecido por los años de dolor, comenzaba a latir de nuevo… esta vez con esperanza.
Y así fue como una boda por obligación se convirtió en el primer capítulo de una historia que nadie en el pueblo pudo olvidar jamás.
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