Alexey Dultsev nunca imaginó que se convertiría en padre, no de esta manera.
Cuando su pareja, Zhenya, se fue sin previo aviso, dejando solo una nota garabateada y a su hija de tres años, Karina, Alexey quedó destrozado.
No porque ella lo hubiera dejado, sino porque la había abandonado. Una niña de pelo rizado, ojos verdes y una risa que iluminaba cualquier habitación simplemente había sido abandonada como si fuera una ocurrencia tardía.
Al principio, intentó dejar a Karina con su abuela fría y prejuiciosa. Pero cuando la niña corrió tras su coche, gritando: «¡Papá, no te vayas!», algo en su interior se desmoronó por completo.
Se dio la vuelta y no miró atrás.
Aunque Karina no era de sangre suya, Alexey la crio como si fuera suya. Aprendió a cocinar sus platos favoritos, a trenzarle el pelo antes de ir a la escuela, a calmarla durante las pesadillas y a cantarle canciones divertidas durante las largas noches de fiebre.
Construyeron un mundo de dos, unidos no por el ADN, sino por un amor inquebrantable.
Sus vidas no fueron fáciles. Tras perder su negocio por los crímenes de un socio corrupto, Alexey aceptó todos los trabajos posibles.
Pero su pequeño apartamento resonaba con risas y el aroma de la lasaña, el plato favorito de Karina, impregnaba el aire.
Creció hasta convertirse en una niña inteligente y un poco peculiar, que dejó sus muñecas por ídolos del K-pop y le enseñó a su padre los nombres de todos los miembros de BTS.
Pero justo cuando parecía que todo estaba resuelto, la vida le puso otra prueba.
A los diez años, Karina rompió a llorar en la escuela después de que se burlaran de ella por su «barriga».
Pensó que estaba embarazada por un beso. La verdad era más compleja y aterradora. Había entrado en la pubertad prematuramente y los médicos le habían descubierto un tumor ovárico benigno.
Alexey, aterrorizado pero decidido, permaneció a su lado durante la operación y la recuperación, tomándole la mano y leyéndole en voz alta sus libros favoritos, incluso cuando le temblaba la voz de miedo.
Por aquella época, su amable maestra, Kristina, empezó a visitarlos, llevándoles libros, cariño y dulces consejos.
Ayudó a Alexey a afrontar aspectos de la crianza que jamás había imaginado: la primera menstruación, los cambios de humor, los primeros sostenes y el delicado arte de escuchar sin intentar resolverlo todo.
Con el tiempo, Kristina se convirtió en algo más que una simple guía: se convirtió en familia. Ella y Alexey se enamoraron y juntos le ofrecieron a Karina lo que nunca tuvo: un hogar completo y lleno de amor.
Hoy, en su casa, suena música y se intercambian chistes. No hay secretos, solo historias —algunas dolorosas, otras alegres—, pero todas forman parte de la vida que han decidido construir juntos.
Alexey no quería ser un héroe. Pero al quedarse cuando otros se fueron, al amar a un hijo que no era suyo y al estar presente cada día, se convirtió en eso.
Y a los ojos de Karina —su hija en todo sentido—, siempre lo será.
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