—Cállate y no digas una palabra.
La voz aguda cortó el silencio del estacionamiento como un cuchillo. Jonathan Miller, CEO de Miller Industries, se quedó paralizado con la llave en la mano, aún fuera de su BMW negro. La orden había venido desde el interior del coche mismo.
Sus ojos se acostumbraron a la penumbra del interior y vio a una niña negra de unos 7 años acurrucada en el asiento trasero, con los ojos muy abiertos por el miedo. —Nos están escuchando —susurró, señalando discretamente hacia el edificio corporativo detrás de él—. Tu socio y su esposa rubia.
—Dijeron que estarías aquí ahora. Jonathan tenía 52 años y jamás había imaginado que su vida cambiaría por culpa de una niña de la calle. Había fundado Miller Industries desde cero, convirtiéndola en una empresa tecnológica valorada en 200 millones de dólares.
Había confiado plenamente en su socio Marcus Williams durante 15 años y en su asistente ejecutiva Diana Foster durante una década.
—¿Cómo entraste a mi coche? —preguntó en voz baja, deslizándose en el asiento del conductor sin hacer movimientos bruscos.
—La señora de la limpieza lo dejó abierto cuando salió. Me escondí porque los vi hablando de ti allá arriba.
Los pequeños ojos de la niña brillaban con una inteligencia que contrastaba con su ropa sucia. —Dijeron que mañana ya no serás dueño de nada.
La sangre de Jonathan se heló. Mañana era la reunión con los inversionistas japoneses para una fusión de 400 millones de dólares. Una reunión que Marcus y Diana habían organizado meticulosamente.
—¿Qué más escuchaste? —preguntó, fingiendo manipular su celular mientras miraba las ventanas iluminadas del décimo piso.
—Que eres muy estúpido y que vas a firmar unos papeles sin leerlos bien. La rubia se rió y dijo que pasado mañana tendrás que buscar otro trabajo.
La niña se encogió aún más. —Dijeron otras cosas feas sobre ti, pero mi abuela siempre decía que los niños no repiten malas palabras.
Jonathan sintió una mezcla de ira y algo sorprendentemente cercano al orgullo.
Esa niña había arriesgado su propia seguridad para advertir a un completo desconocido sobre una traición.
—¿Cómo te llamas?
—Jasmine. Y tú eres Jonathan Miller, porque los oí decirlo mil veces.
Ella vaciló. —¿Vas a entregarme a la policía ahora?
Por primera vez en semanas, Jonathan sonrió de verdad. —No, Jasmine.
—De hecho, puede que acabes de salvar todo lo que he construido en mi vida.
Por el retrovisor, vio cómo las luces de la oficina se apagaban una por una. Marcus y Diana probablemente estaban bajando ahora, confiados en que mañana sería el día en que finalmente apartarían a Jonathan del camino.
Lo que no sabían era que un millonario CEO acababa de encontrar a la aliada más improbable posible. Y que Jasmine, sin saberlo, le había dado algo mucho más valioso que cualquier reunión de negocios: tiempo para prepararse.
Mientras se alejaba del edificio conduciendo, Jonathan ya empezaba a formular un plan.
Pero ¿por qué una niña de 7 años arriesgaría todo para salvar a un hombre que ni siquiera conocía? La respuesta a esa pregunta cambiaría no solo su venganza, sino toda su perspectiva sobre la justicia.
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Jonathan condujo por las calles silenciosas de la ciudad, procesando en su mente las palabras de Jasmine como piezas de un rompecabezas que por fin empezaban a encajar.
En el asiento trasero, la niña permanecía alerta, con los ojos fijos en los espejos retrovisores.
—¿Dijeron algo más? —preguntó, manteniendo la voz baja.
—La rubia dijo que confías en ellos como un perrito obediente.
Jasmine frunció el ceño con disgusto. —Y que mañana descubrirás que los perritos a veces muerden a sus dueños.
La crueldad casual de esa frase golpeó a Jonathan como un puñetazo en el estómago.
Quince años de sociedad, diez años de absoluta confianza en Diana, y ellos lo veían como una mascota ingenua.
—¿Dónde vives, Jasmine?
—En ningún lugar en particular —respondió encogiéndose de hombros con una naturalidad que le rompió el corazón…
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