«Estaba embarazada de siete meses cuando accedí a cuidar de mi hermano y su esposa mientras se tomaban unas vacaciones.
Una tarde, al bajar al sótano, me encontré con tres grandes bolsas de basura misteriosas. Lo que hallé en su interior me hizo correr por mi vida, y desde ese momento esa imagen me persigue constantemente.
‘¡Corre, más rápido, corre, Celina!’ retumbaba una voz en mi mente mientras tropezaba a través del espeso bosque detrás de la casa.
Mi respiración era errática, una mano en mi vientre abultado, la otra luchando por abrirme paso entre las ramas que me azotaban.
¿Cómo pude haber sido tan ingenua y confiada? Miré mis manos temblorosas, manchadas con sangre que comenzaba a coagularse. ‘Estamos a salvo, pequeño.
Alguien nos llevará a casa.’ Todo comenzó dos semanas atrás.
Estaba sentada en el sofá, revisando mi teléfono, cuando mi hermano, Víctor, me llamó. Me pidió que cuidara su casa durante su ausencia.
A pesar de las tensiones que había entre nosotros, acepté, con la esperanza de que esto sería un paso hacia la reconciliación.
Los primeros días fueron monótonos, pero al cuarto día, me encontré con las tres grandes bolsas en el sótano. Anne me llamó de inmediato, advirtiéndome que no debía tocarlas.

La curiosidad me dominó, y al abrir una de las bolsas, descubrí herramientas rituales, huesos de pollo descompuestos, plumas y muñecas vudú, todas con mi rostro tallado en ellas.
Caí en pánico y llamé a Paul, pidiéndole que viniera a rescatarme.
Corrí a través del bosque hasta la parada de autobús mientras las palabras de Anne retumbaban en mi cabeza. Paul llegó rápidamente y nos alejamos en su coche, seguros.
Los días siguientes fueron una mezcla de temor e incredulidad. Anne me llamó insistentemente, pero Paul no quería que hablara con ella hasta que Víctor regresara.
Nos encontramos en una cafetería, donde Anne confesó que la envidia la había impulsado a hacerme daño.
Víctor se separó, y nuestra familia se desmoronó. Luchaba entre el miedo y la desconfianza, mientras Paul me ayudaba a reconstruir lo que quedaba de mi vida.
Poco a poco, la vida comenzó a tomar un ritmo más normal, pero la sombra de Anne seguía acechando.
Aprendí que no se puede confiar ciegamente en nadie, sin importar lo cercanos que parezcan.
Mientras doblaba la ropa del bebé en la habitación, susurré suavemente: ‘Estamos bien, pequeño amigo. Siempre lo estaremos.’»
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