Uno no espera que la vida descarrile un martes cualquiera. Los martes son días insípidos, atrapados entre el frenesí del lunes y el alivio del viernes. Son rutinarios, predecibles, seguros. Pero fue un martes cuando mi mundo se rompió.
Salía del pequeño supermercado con las bolsas de la compra pesando en mis brazos. Una llovizna fina caía sobre la ciudad, pintando el aire de un gris melancólico.
Fue entonces cuando la vi. Sentada en el borde de la acera, con un bebé apretado contra su pecho, envuelto en una manta azul descolorida. Su rostro era pálido, exhausto, y sus ojos… esos ojos eran pozos oscuros, llenos de una tristeza que parecía no tener fondo.
Pero no fueron sus ojos lo que me hizo detenerme, sino el silencio. La forma en que sujetaba al niño, como si el mundo entero intentara arrebatárselo. —Por favor—, susurró con una voz tan débil que casi se perdió en el murmullo de la lluvia. —Cualquier cosa…
Normalmente no doy dinero a extraños. No por falta de bondad, sino por precaución. Pero aquel día, algo dentro de mí se quebró. Tal vez fueron los ojos enormes del bebé o la manera en que ella temblaba ligeramente.
Saqué mi cartera y le extendí un billete de cincuenta euros.
—Gracias—, murmuró con los labios temblorosos.Me alejé esperando que usara ese dinero para refugiarse en un lugar cálido, para que su bebé durmiera seco y seguro.
Debería haber sido el final de nuestra historia, un acto fugaz de bondad. Pero la vida rara vez sigue guiones tan simples.
Al día siguiente fui al cementerio. Era la mañana de un miércoles silencioso y frío, y yo llevaba flores frescas para James, mi marido. Habían pasado casi dos años desde su muerte, pero el peso de su ausencia seguía oprimiendo mi pecho.
El cementerio solía ser un refugio para mis pensamientos, pero aquella mañana, alguien había invadido ese espacio sagrado. Ella estaba allí. La misma mujer, con su bebé en brazos.
Estaba inclinada sobre la tumba de James, sujetando los lirios que yo había dejado apenas unos días atrás.
—¿Qué está haciendo?—, exclamé, mi voz afilada como un cristal roto.Ella se giró, sus ojos desorbitados por el miedo.
—Yo… puedo explicarlo…
—¿Está robando flores de la tumba de mi marido? ¿Por qué?

Su mirada se llenó de lágrimas. Su voz se rompió al hablar.
—¿Su marido? ¿James?
Asentí, incapaz de apartar los ojos de ella.
—James… James es el padre de mi hijo.
El mundo pareció detenerse. Mi respiración se volvió pesada, mi mente se negaba a comprender esas palabras.
—No… eso no puede ser verdad.
—Lo siento—, susurró ella. —Yo no sabía que estaba casado. Me prometió que regresaría, que todo estaría bien. Pero nunca volvió.
Miré al bebé, que me observaba con los mismos ojos castaños de James. No había duda. Aquella criatura era parte de él.
—Quédese con las flores—, logé decir, con un nudo en la garganta. —Y… cuide de él.
Aquella noche no dormí. La traición, el dolor, las preguntas sin respuesta me atormentaban. Pero al amanecer, el enfado se había disipado. Solo quedaba el rostro inocente de aquel bebé.
A la mañana siguiente, regresé al pequeño supermercado. Compré alimentos, un paquete de pañales y un pequeño osito de peluche. Subí por unas escaleras estrechas y tocé suavemente una puerta desvencijada.
Ella abrió, el bebé en brazos, con una expresión de sorpresa y miedo.
—No quiero nada—, dije rápidamente. —Solo pensé que podrían necesitar ayuda.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero asintió y me dejó entrar. Dejé las bolsas en el suelo y me acerqué al bebé, que me miraba con curiosidad desde una manta en el suelo.
—Me llamo Rhiannon—, dije suavemente. —¿Cómo se llaman ustedes?
—Él es Elliot—, respondió ella con un hilo de voz. —Y yo soy Pearl.
Sonreí con tristeza.
—Hola, Elliot.
El bebé estiró su pequeña mano y sujetó mi dedo con fuerza. En ese instante, comprendí algo: James había dejado un legado complicado, pero aquel niño era real, era inocente.
Y quizás, sólo quizás, era también un nuevo comienzo.
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